Treinta años después
FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO VIII
S. In nómine Patris et Filii et Spiritus Sancti. A. Amen. S. Introibo ad altáre Dei.
A.
Ad Deum, qui laetficat juventútem meam.
Así comenzaba el folio plastificado que don Diego Franco, el sacerdote del pueblo, me había dado con las oraciones de la misa escritas a imprenta y en latín. En los días de lluvia no era raro el ver cubos, palanganas o jofainas por todos los rincones de los dormitorios recogiendo el agua de las goteras, las camas cambiadas de lugar para evitarlas y un sin fin de modificaciones en el mobiliario persiguiendo el mismo objetivo. Aquella noche llovía a cántaros y cuando ocurría esto no era extraño que, a causa de las goteras que caían en algunos dormitorios, tuviésemos que improvisar un dormitorio transitorio en el comedor si el temporal duraba varios días.
Recostado sobre la almohada de mi cama provisional, mientras papá leía un libro y mamá zurcía calcetines; nervioso, porque estas situaciones que suponían un cambio en la rutina diaria así me ponían y porque al día siguiente don Diego nos iba a hacer un examen para monaguillo, repetía una y otra vez las respuestas del acólito a las preces que decía el sacerdote durante la celebración de la misa con el fin de fijarlas en mi memoria. Antes de quedarme dormido, fruto del estudio de días anteriores y del de esa noche, ya me había aprendido casi todas las respuestas y oraciones, desde el Confiteor Deo omnipoténti... hasta el Ite: Missa est, pasando por el Pater noster..., Agnus Dei, qui tollis peccáta mundi... y los muchos Dóminus vobíscum y Per omnia saecula saeculorum. La única respuesta que no me aprendí, ni aquella noche ni en todo el tiempo que estuve de monaguillo fue la del Orate frates. Cuando estábamos en misa los dos monaguillos que ayudábamos en la celebración nos mirábamos de reojo y decíamos en voz baja «joío pa que me la espantate», después seguíamos con una serie de latinajos ininteligibles que nada tenían que ver con la respuesta a la oración del cura. Por la tarde los aspirantes a monaguillo, antes de que diese comienzo la misa vespertina, nos congregamos en la sacristía. Sentados sobre un arcón que, además de servir de asiento, se utilizaba para guardar algunos de los ornamentos del sacerdote tales como: alba, cíngulo, casullas, estolas y demás, fuimos respondiendo a las preguntas que don Diego nos hacía sobre las distintas partes de la misa y sobre algunas de las oraciones que durante la misma teníamos que utilizar. Frente a nosotros y junto al cura estaban los veteranos: Manolo Carrasco “el Perrín” y Joaquín “Patas”. Manolo era el más veterano y, cuando al poco tiempo se marchó con su familia al norte, Joaquín pasó a ocupar su puesto, algo así como el monaguillo de monaguillos. Ellos serían los encargados de adiestrarnos en todas las artes del trabajo de monaguillo no solamente en lo referente al ayudar a misa, sino también en cómo actuar en un entierro, bautizo, boda, o cualquier otra ceremonia o celebración que dentro o fuera de la iglesia precisara de la presencia del sacerdote y sus acólitos." ... "Don Diego fue el sucesor como párroco de don Antonio Muñoz que a su vez había sustituido a don Antonio Cañadas. Con este último se formaron espiritualmente las generaciones a las que pertenecían los mayores de la casa. Los menores hicimos con él nuestros primeros pinitos. Era don Antonio Cañadas un sacerdote de una estricta moral religiosa con él mismo y con los demás. La observancia de todos los votos del sacerdocio la llevaba a rajatabla y, de alguna manera, trataba de inculcarla en sus feligreses, sobre todo en aquellos que estaban más próximos a él. Era el más casto entre los castos y el más pobre entre los pobres y su espíritu era tredentino ad pedem litterae.
Los
muchachos y muchachas de Acción Católica eran los que de una forma má
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